Buscar piso en València, una odisea
Este texto es atípico por varios motivos. El principal, que no lo hemos escrito nosotros. Hace poco más de un año, vendimos la casa de Teresa R. (es un seudónimo, pronto sabrás porqué) y fue una venta muy satisfactoria para todos los implicados. Tanto, que la relación profesional es hoy personal y como siempre decimos en Monapart son #fansnoclientes, nuestros queridos #monaparters.
Hay vida más allá del servicio inmobiliario. En Monapart cuidamos tanto a nuestros clientes que son #fansnoclientes, nuestros queridos #monaparters.
Después de vender, Teresa quería comprar otra casa. Monapart no es una agencia de comprador, pero sí es agencia de cuidar a sus amigos, por lo que, aunque fuera en segundo plano, nos pusimos a su lado para acompañarla en este nuevo viaje. Y vimos con ella cosas que no creeríais... Por ello, le ofrecimos que nos contara en primera persona la odisea de buscar piso en València. Ahí va:
“Decía Saramago: “Somos la memoria que tenemos y la responsabilidad que asumimos, sin memoria no existimos y sin responsabilidad quizá no merezcamos existir.” Así de claro y contundente; como siempre que el escritor abría la boca, de manera literal o a través de su pluma.
Igual ustedes piensan: “Recurrir a Saramago para un artículo que habla sobre venta y compra de pisos, pues oiga, es un poquito exagerado”. Pues miren, igual sí, pero ¿qué quieren que les diga?, yo defino primero mis principios, soy poco dada a malinterpretaciones, y luego ya si eso, en base a lo que les voy a contar, concluyan ustedes si me ha pasado de rosca o no.
Llevo un año buscando una casa. Me ahorraré los detalles que me han llevado a esta decisión, aunque ya les digo que también serían motivos para recurrir a otra cita de Saramago, pero en fin, a lo que vamos: quiero comprar una casa desde hace un año. “¿Y en un año no has encontrado nada?" "Imposible”, pensarán. Es probable. Soy bastante tiquismiquis y sí, es posible que algunas de las decenas y decenas que he visto, se podrían haber ajustado a lo que inicialmente voy buscando. Pero no, no he encontrado mi casa. Tampoco entraré en esos detalles. Entonces ¿en qué narices voy a entrar? En la odisea de este año intentando encontrar una casa, un inmueble de tamaño medio, de precio medio, para una persona de clase media, si es que la clase media existe…
Aquí empieza mi relato, en esa búsqueda, y con qué y con quiénes me he encontrado en el camino, mientras yo, ilusa de mí, me agarraba a Saramago, a la memoria y a la responsabilidad de un sector tan necesario como delirante, tan delicado como extremo: el inmobiliario.
Quiero una casa. No una camiseta de algodón, ni un kilo de tomates. Una casa no se puede devolver con el ticket a los quince días.
Quiero una casa. No una camiseta de algodón, ni un kilo de tomates. Una casa no se puede devolver con el ticket a los quince días. Cuando el dinero que tienes supone el resultado de un esfuerzo tremendo, no quieres equivocarte, y eso supone pedir tiempo para mirarla bien, para sacar la calculadora una y otra vez, para pensar en la estabilidad laboral, en el presente y en el futuro, etc., etc., etc. No quieres prisas, ni trampas en el camino.
No quieres oír en una primera visita: “Ya hay una persona interesada que va a traerme una señal esta tarde, si quieres ahí tienes un cajero”, ni “si no puedes hoy señalizármela, ya te aviso que hay una tercera visita después con arquitecto incluido”, ni “tienes que decirme tus datos, especialmente dónde vives ahora, porque si no no puedo enseñarte la casa”, ni “te pedimos los datos por la ley protección de datos”. A todo, yo siempre la misma respuesta: ¿perdóonnn?
No quieres que después de una visita a una casa que te ha gustado mucho, te obliguen a ir a una oficina central para supuestamente firmar un parte de visita y acabes sentada delante de una comercial desatada -con una velocidad de locución estilo Antonio Ozores- enseñándote otras veinte casas de manera compulsiva y hablándote de la financiación. “Pero, a ver, señora, si yo venía por la casa que acabo de ver”.
No quieres que te llamen quince veces de una misma inmobiliaria, desde quince teléfonos distintos, con quince voces distintas, para preguntarte qué es exactamente lo que buscas: el barrio, la altura, el número de habitaciones. “Ya he visto una casa con vosotros, ya sabéis lo que quiero, ya tenéis mis datos”. Puede que cada vez de las quince veces que me han llamado, los apunten en un post-it desgastado que vuela con el aire que entra por su ventana. Tengo un amigo que hace unas bases de datos cojonudas. La decimosexta vez se lo recomendaré.
No quieres ir a ver a una casa de la que no te pueden decir exactamente dónde está. “Es por la protección de datos, señora”, me dicen. “Ya, pero es que he visto en torno a unas siete ubicadas en calles en las que NO quiero vivir, ¿sabe?”.
No quieres que te esperen dos chavales en cualquier portal de las casas que vas a ver con uniformes horrendos, lanzándote peroratas macroeconómicas de las que Krugman debería tomar nota.
No quieres ir a ver a una casa de la que no te pueden decir exactamente dónde está. “Es por la protección de datos, señora.”
Quieres llegar a una visita y no encontrarte con un comercial angustiado, pegado a teléfono, que te hará un recorrido fugaz por el piso porque la siguiente y la siguiente y la siguiente visita están esperando. Algunas de esas visitas serán suyas, otras de cuatro o cinco inmobiliarias más con las que competirán a guantazo limpio. Ya se pueden imaginar a quien salpicará la reyerta, ¿no?
Quieres ver anuncios inmobiliarios reales, sinceros. Si la casa es un noveno y el ascensor llega al octavo, lo quiero saber; si la terraza es de la comunidad y no está aprobado su uso privativo, lo quiero saber; quiero saber que es interior, que no tiene luz, que tiene una distribución como el laberinto del Minotauro o un pasillo como la pista de despegue de Barajas, que el edificio se ha apuntalado o que tiene aluminosis. Vamos, la información, así como veraz y esas cosas. Manías que tiene una.
Quieres fotos de viviendas que se ajusten a lo que vas a ver. Para Photoshop ya si eso dejamos las portadas del Hola. He visto pisos que en la realidad eran la fragua de Mordor y en los anuncios parecían la casa de la Preysler. Es decir: quiero que cuando se diga reformado, sea verdad, cuando se escriba que es habitable sea verdad.
Y quieres que no se salga todo de madre, que los precios sean razonables, que no sientas que estás pagando seis pavos por un refresco que vale 30 céntimos.
Memoria. Tengo una libreta negra, a modo de catarsis, en la que apunto CADA DÍA -sí, lo han oído bien: CADA DÍA- todas las inmobiliarias con las que me voy, muy a mi pesar, tropezando, y que maltratan la confianza de los compradores o vendedores. Las ves venir, con ese aire charlatán propio de los aprovechados. Muchas han nacido al calor de este nuevo incipiente boom, sin nada o poca experiencia; otras tienen experiencia, ya lo creo, pero contribuyendo a la imagen de ofrecer un servicio de poca calidad, sin nobleza, sin integridad, sin responsabilidad, con un trato al cliente deplorable. Estas inmobiliarias podrán tener la mejor de las viviendas. Me la suda. No se la compraré.
Responsabilidad. Somos responsables de lo que hacemos a cada instante. En todo. También en cómo desempeñamos nuestro trabajo, en cómo tratamos a nuestros clientes, en el producto que les ofrecemos, en el asesoramiento que nos piden.
Venimos de una época económica durísima. Olvidamos muy pronto. Seamos responsables. Como decía Saramago: "Memoria y responsabilidad.”